lunes, julio 23, 2012







Todas las casas tienen un lugar especial y las que no lo tienen huelen diferente, pero eso nadie lo sabe, porque nadie sabe de verdad a qué huele su casa hasta que se va.

Mi cocina es ese lugar especial en la mía, en la mía de verdad. No es que guarde una mala relación con mi habitación, me ha visto crecer, pero supongo que el hecho de que nunca haya reaccionado ante mi evidente sufrimiento o delirante felicidad hace que no desperdicie mi empatía en ella, porque, en definitiva, nuestra habitación somos nosotros mismos. El baño es tierra de nadie, vacío legal, no hay juicios ni acusaciones, sabe cosas que nadie sabe, que nadie nunca sabrá y por ello ha de ser mudo, imparcial y prudente, impermeable al sentimiento; es un lugar, un mero lugar al igual que el salón: punto de encuentro, sala de reuniones, salón de actos en general, eje central a ojos del vecino y simpatizante del forastero, pero nuestro salón nunca se ha inmerso en una conversación, la conversación sucede en él sin formar parte de ella; el salón es el estómago de la casa, todo lo recibe, todo lo digiere, lo perdona y se prepara para seguir así hasta el final, amnesia crónica que le salva de la crisis de indentidad a la que se enfrenta cada mediodía, rebosante de falta de integración generacional de la vieja madera que poco tiene que ver con el suelo que pisamos, que se regenera año tras año y brilla. 

En cambio, mi cocina, mi cocina es atemporal, más bien, cualquiera que entre en ella se siente fuera de tiempo y espacio, jamás fuera de lugar; mi cocina, sin fuego, sin agua, sin alimentos, seguiría siendo una cocina. Mi cocina son todas las madres del barrio, todos los padres que besan a sus familias al llegar a casa, todos los niños que corren en la escuela, todos los hermanos que nunca tuve. Son todas las confidencias más allá del jardín donde todos cenan, camerino de la razón, despacho matronal de las decisiones que atañen a cualquiera que la pisa, refugio universal. Mi cocina sabe de llanto y de risa, nunca falta ni sobra sal, ni en los ojos ni en la mirada, mi cocina sabe bien la diferencia entre ojos y miradas. Son todos los regalos que has hecho, todos los que harás, los que quisiste hacer. Todas las ilusiones de domingo y todos los días que la vida te dará de más.

Mi cocina es ese tipo de lugar. 

miércoles, enero 04, 2012

Aquí hablo de la paciencia, no sobre discusiones de pareja.

Estoy un poco enfadada con la vida, generalmente soy feliz -o no soy lo contrario- porque tengo paciencia y la paciencia te lo da todo en esta vida; la mayoría de la gente pierde cosas, que están escritas en el testamento del destino a su nombre, por impaciencia.

Muchos impacientes no esperan a lo adecuado y terminan, no sé, casándose con alguien que es simplemente correcto y viviendo la vida de otra persona. No entiendo a las parejas que se llevan toda la vida discutiendo, discutiendo a herir y muchos menos a quien lo necesita; yo prefiero tener alguien al lado con quien estar de acuerdo y discutir, juntos, contra el mundo. Es más interesante. Si sólo sabes discutir sobre, no sé, la manera de doblar las servilletas... ¿en serio? No sé si soy la única a la que eso le parece una excusa para no salir de uno mismo.

Quizá al final de mi vida me de cuenta de que he sido demasiado paciente, me ha pasado con mucha gente; muchas veces. Y te sientes tonto, porque has perdido tanto... Para nada. Pero no deja cicatriz, nunca deja cicatriz la paciencia, en cambio, la impaciencia, la impaciencia puede convertirte a ti mismo en una cicatriz.